Jesús, durante su vida pública, dedicada al anuncio de la Buena Noticia, aceptó ayuda material para sustentarse con el grupo de los doce apóstoles (Lc 8, 1-3). Gracias a estas ayudas, también socorrían a los más necesitados (Jn 12, 4-7). Tras Pentecostés, en el tiempo de la Iglesia, surgió la exigencia de sostener a quien se dedicaba totalmente al anuncio del Evangelio (1 Tim 5, 17-18). San Pablo, en las Iglesias que fundó, promovió la colecta a favor de la Iglesia Madre de Jerusalén, que afrontaba graves dificultades económicas; en la Primera Carta a los Corintios escribió: «En cuanto a la colecta en favor de los santos, haced también vosotros lo que mandé a las iglesias de Galacia: que, los primeros días de la semana, cada uno de vosotros deposite lo que haya podido ahorrar, de modo que no se hagan las colectas precisamente cuando llegue yo. Cuando me encuentre ahí, enviaré con cartas a los que hayáis considerado dignos, para que lleven a Jerusalén el don de vuestra generosidad. Y si conviene que vaya también yo, irán conmigo».
Esta contribución concreta para las necesidades de la comunidad ha tomado distintas formas a lo largo de la historia, haciendo emerger la conciencia de que todos los bautizados están llamados a sostener, también materialmente, con lo que puedan, la obra de evangelización, y, al mismo tiempo, a socorrer a los más necesitados en cualquier lugar del mundo.